El paisaje cultural del Valle del Madriu-Perafita-Claror es un microcosmos sumamente representativo de la manera en que el hombre ha aprovechado los recursos de las zonas altas de la cordillera de los Pirineos a lo largo de milenios. Sus espectaculares paisajes de laderas escarpadas y glaciares con vastas praderas y abruptos valles boscosos cubren una superficie total de 4.247 hectáreas, es decir el 9% del territorio de Andorra. Estos paisajes no sólo constituyen testimonios de los cambios climáticos del planeta, sino también de los avatares económicos y de los sistemas sociales de sus habitantes, así como de la perdurabilidad del pastoreo y de la pujanza de la cultura montañesa. El sitio, que es el único lugar de Andorra sin carreteras, posee además diversos hábitats humanos –en particular, asentamientos estivales de pastores–, así como cultivos en terrazas, senderos de piedra y vestigios del trabajo de fundición del hierro. (UNESCO/BPI)[2]
La inscripción en esta lista es la primera etapa para cualquier futura candidatura. Andorra, cuya lista indicativa fue revisada por última vez el 8 de julio de 2002,[3] ha presentado los siguientes sitios:
Bien cultural inscrito en 2015 (junto con EspañaEspaña y Francia).
En la región pirenaica las fiestas del fuego tienen lugar todos los años durante la noche del solsticio de verano. Cuando cae la noche, los habitantes bajan con antorchas encendidas desde las cumbres de las montañas hacia sus pueblos y ciudades, prendiendo fuego a toda una serie de fogatas preparadas a la usanza tradicional. Para los jóvenes, el descenso de la montaña es un acontecimiento de especial importancia, ya que simboliza su paso de la adolescencia a la edad adulta. Se considera que las fiestas del fuego constituyen una ocasión para regenerar los vínculos sociales y fortalecer los sentimientos de pertenencia, identidad y continuidad de las comunidades, de ahí que su celebración vaya acompañada de comidas colectivas y cantos y bailes folclóricos. A veces se asignan funciones específicas a determinadas personas: en algunos municipios es el alcalde quien enciende la primera fogata, y en otros es un sacerdote el que la alumbra o bendice. En algunas comarcas, es el último vecino recién casado del pueblo quien enciende el fuego y encabeza la marcha de descenso desde la montaña. En otras partes, las jóvenes solteras esperan la llegada de los portadores de antorchas a los pueblos para darles la bienvenida con vino y dulces. Al día siguiente por la mañana, los vecinos recogen las brasas y cenizas de las fogatas y las llevan a sus hogares y huertos para protegerlos. Estas expresiones culturales están profundamente arraigadas en las comunidades y se perpetúan gracias a una red de asociaciones e instituciones locales. El lugar de transmisión más importante de este elemento del patrimonio cultural inmaterial es el hogar familiar, donde sus miembros lo conservan vivo en la memoria. (UNESCO/BPI)[5]